De mi infancia puedo decir que siempre tuve una guitarra
sonando dentro de mi, una pequeñita y deliciosa guitarrita de cualquier color. El
día en que la empecé a notar no le dije nada a nadie y supuse que era algo
normal que yo no entendía del mundo de los adultos. La seguí escuchando un
tiempo y finalmente me acostumbré, siempre en silencio, disfruté.
Recuerdo que la época en que entré al colegio me preguntaba si todos los otros niños
también escuchaban música en sus cabezas. Me intrigaba saberlo, al fin me parecían
todos iguales. Nunca le comenté nada a mis compañeros y fui creciendo asumiendo
que ellos también tenían pequeños instrumentos incrustados en su memoria. En
los recreos de mi época escolar me gustaba mirar a los otros niños y ver si por
sus caras se escapaba, de casualidad, alguna chispa de música, y sí, de todos
ellos salían figuritas que yo no veía pero que sabia que estaban allí.
Algunas veces pensé que debía preguntarles a mis padres si
ellos también tenían lo mismo que yo, sin embargo no lo hice y también supuse
que si tenían música en sus cerebros.
Poco a poco fui creciendo y a medida que el pastel de
cumpleaños acumulaba más velas, la música se hacía cada vez más difícil de
escuchar. Olvidé seguir preguntándome si los demás tenían música en ellos y así
como vino una día la guitarrita, se fue.
Hoy en la mañana me desperté y lo primero que escuché fue el
despertador, no mi cabeza. No escuché nada dentro de mí y hasta intenté
cerrando mis ojos muy fuerte para ver si allá en el fondo quedaba algo de
música pero no, no quedaba. Mi novia me dice que no me preocupe por eso, que
seguramente es un recuerdo inventado, sin embargo yo sé que alguna vez el
sonido estuvo dentro de mí. Mi novia, también me dice que me apure que voy a
llegar tarde a la cita con el jefe de su empresa para ver si me da trabajo.
Adiós vieja amiga. Adiós.